Los Ojos Del Escritor by Esteban Navarro

Los Ojos Del Escritor by Esteban Navarro

autor:Esteban Navarro [Navarro, Esteban]
Format: epub
Tags: det_espionage, det_police
editor: www.papyrefb2.net


—21—

EL VIERNES dieciocho de junio se habían citado a las diez de la mañana, los familiares de Adolfo Santolaria: la tía Gertrudis y su hermano Fernando, junto a Mirella Rosales, en el notario de la calle Pere Roure. El notario era un hombre afable, de mirada lánguida y decaída que hablaba despacio y parsimonioso. Los recibió a los tres en un amplio despacho con decoración anticuada pero armoniosa. La oficina estaba situada en un primer piso de un bloque de viviendas de la calle Pere Roure, construido a finales de los años noventa. El notario, Abel Paituví, era de origen gerundense y se desplazó con su mujer y dos hijos a Blanes, a principios del año dos mil, asentándose todos en la ciudad.

—Bon día —dijo con un marcado acento catalán.

Los tres respondieron al mismo tiempo.

—Buenos días.

El notario, viendo que hablaban castellano, siguió hablando en su lengua para no incomodarlos y también para entenderse mejor entre todos.

Abrió una carpeta en cuya portada se podía leer en letras negras bien grandes el nombre del difunto: Adolfo Santolaria. De la carpeta extrajo una serie de folios, que ordenó con parsimonia sobre la amplia mesa.

—Veamos —dijo—. Aquí tengo el certificado del Registro de Actos de última voluntad.

Adolfo Santolaria hizo testamento el invierno anterior a su muerte, algo que ya conocía la empleada ecuatoriana Mirella Rosales, ya que fue el propio Adolfo quien se lo dijo en una ocasión.

En un folio impreso en papel del estado y rubricado con varias firmas, se dispuso a leer el notario Abel Paituví lo que sería la herencia de Adolfo Santolaria. El hermano del difunto y su tía cruzaron los dedos. Aún no estaba todo perdido y tenían la posibilidad de que no hubiese dejado testamento escrito, por lo que podrían coger un buen cacho de la «herencia». Eso pensaron al menos.

Para la tía Gertrudis el dinero no era un problema. Ella no lo necesitaba, pero no quería que la chica ecuatoriana se hiciese con el esfuerzo de su sobrino. Igualmente le ocurría a su hermano Fernando, detestaba que esa chica se quedara la fortuna de Adolfo.

El notario leyó muy despacio y vocalizando perfectamente lo que Adolfo dejó escrito en herencia. Cuando terminó de leer, el aire del despacho se hizo irrespirable. Tal y como todos pensaban, le dejó todo a la chica ecuatoriana. Piso, bar y dinero.

—Maldita seas —le dijo Gertrudis poniéndose en pie y saliendo del despacho.

Fernando Santolaria la siguió con intención de tranquilizarla, pero no fue más que una excusa para escapar de allí. Después de aquello no quería volver a ver a esa chica.

El notario Abel Paituví le hizo firmar en varios documentos y cuando hubo terminado le deseó una sincera suerte.

—Es usted una mujer rica —le dijo.

Mirella Rosales contuvo una risa desbocada y asintió recatada.

El notario le dijo que tendría que realizar una serie de trámites en las siguientes semanas, como era cambiar de nombre el bar y el piso y administrar los quinientos mil euros.



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